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El turismo como idiotez globalizada

La diferencia entre turista y viajero quedaba resumida en una frase de El cielo protector de Bertolucci (en la imagen de arriba, sus sublimes intérpretes: John Malkovich y Debra Winger) que, más o menos, decía: “Turista es quien tiene billete de vuelta”. En la novela de Paul Bowles, que inspira el largometraje, la explicación es un poco más amplia: “Mientras el turista se apresura por lo general a regresar a casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro del planeta”.

¿Meses o semanas? Ese sería el turista de otra época. Ahora la gente viaja a Tokio a pasar el finde. Las vacaciones (el tiempo de vacaciones) se jibarizan pero hay que desplazarse lo más lejos posible, para mostrarlo en Instagram y dar vueltas en patinete por remotas ciudades.

Todos somos turistas pero unos más imbéciles que otros.

El turismo se ha convertido en una idiotez globalizada, una obsesión con la que el ultracapitalismo ha hipnotizado a las masas, y las masas se mueven por el planeta dispuestas a meterse en el Starbuck que corresponda.

Reitero: todos somos turistas y creo que eso que llaman “viajeros” ya no existe, el último quizá fue Paul Theroux.

Nos amontonamos en los aeropuertos o en las laderas del Himalaya, dejamos mierda a nuestro paso allá donde vamos, lo que más me impresionó del Coliseo cuando estuve hace un par de veranos fueron las montañas de botellas de plástico que se acumulaban en sus inmediaciones.

Analicemos a ese visitante que en la madrileña plaza de Oriente, con 40º de temperatura cayendo sobre su testa, se hace una foto con un Transformer o con un señor embutido en un peluche gigante con forma de oso panda.

¿Por qué ha venido ese ser humano hasta Madrid si lo que quería ver es un Transformer y no el impresionante palacio real?

En realidad, a la mayoría de la gente no le apetece viajar. O le apetece, como mucho, descansar un poco con los pies metidos en el agua del mar. Sin embargo, el sistema ha logrado lavar el cerebro al personal y el viaje es una obligación colectiva. Para cierta juventud, además, se adorna como símbolo de estatus.

Hace poco unos influencers fueron a Albania y la vendieron en Instagram como “el Caribe europeo”. Acudieron otros influencers de menor estofa a Albania y se quejaron de que no eran tan caribeño como lo habían pintado, y que había basura y edificios feos. Uno va a la Albania de Enver Hoxha a empaparse de pasado totalitario, avizorar vacas y búnkeres, descubrir rincones seguramente bellos y también un país (todavía) a medio hacer. Pero esos influencers iban a otra cosa. Al Caribe europeo. Todo tiene que ser como el Caribe para el turista globalizado. Y que haya Starbucks.

¿Turismofobia? Sí, gracias.

Recuerdo que, para comer en un restaurante de Venecia donde comen los venecianos (los pocos que quedan), tuve previamente que aguantar la bronca del dueño del establecimiento, que había entendido equívocamente que yo quería comer a las 10 de la mañana cuando, en realidad, yo había abierto la puerta con ánimo de reservar para una hora razonable. “¡NO TENEMOS PIZZA! ¡NO HAY MENÚ TURÍSTICO!” bramaban unos carteles a la entrada del establecimiento.

Luego está el credo almeidista (por el alcalde de Madrid lo digo) que pone al turista por encima de todas las cosas, porque vivimos de sus propinas, y bien cierto es aunque, la verdad, ya podíamos vivir de nuestra potencia industrial y no de servir sangría. Digo yo.

Paul Bowles sabía que viajar era una cosa muy diferente a hacer turismo. La masificación arrasa la belleza de los lugares. Es así. ¿Cómo revertirlo? No sé si hay remedio. Pero quizá haya que repensar el modo en que viajamos. ¿Un turismo sostenible? No parece que sea posible mientras el ultracapitalismo imponga sus normas. O, tal vez, se trate, simplemente, de hacer pedagogía, ejercitar una actitud humilde cuando viajamos, ser invisibles, y que la gente pueda vivir en las ciudades hermosas y no se conviertan en meros decorados. Todo muy difícil, sí, pero hay que intentarlo. O del placer del viajar sólo quedará el ruido de los patinetes.

DANIEL SERRANO

 

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