Ilustra estas líneas elegíacas un dramático crepúsculo madrileño con la cúpula de la iglesia de Santa Teresa y San José irrumpiendo en el horizonte de la Plaza de España como un Sacre Coeur que oliera a churros. Españoles (españolas), Madrid ha muerto. Lo mataron los musicales de la Gran Vía, las oligarquías latinoamericanas que compran inmuebles en el barrio de Salamanca y Chamberí, el turismo de borrachera que orina las esquinas de Lavapiés y la plaza de Santa Ana, Taylor Swift en el Bernabéu. Pero, sobre todo, fue asesinada por los madrileños, que odian su ciudad con tanta saña como para irse a vivir a urbanizaciones que miran hacia adentro, al diabólico azul de la piscina y el verdor del césped, abandonando la belleza de esta ciudad a la depredación y los hosteleros.
Los turistas vienen a Madrid a sentarse a morir asfixiados de calor en la Puerta del Sol o a hacerse fotos con peluches gigantes de SuperMarioBros en las inmediaciones del Palacio Real mientras un violinista toca la canción de La vida es bella e induce al baile a dos estadounidenses que se comportan como en una comedia romántica de Netflix pero oliéndoles las sandalias y con una fealdad bajo el sombrero de paja que espanta a los verdaderos románticos.
Queda el cielo de Madrid como único refugio de belleza, sobre todo cuando es otoño y las nubes dibujan lienzos arrebatados en la vertical de una urbe abandonada a su suerte. También, claro, si los árboles del parque del Retiro se pintan de ocre.
Las autoridades municipales están entregadas a la destrucción de Madrid quizá por el convencimiento de que en La Finca se vive mejor. Almeida no hace más que talar árboles para evitar molestias a los visitantes procedentes de Sri Lanka o Mondoñedo. La ciudad es un ir y venir por la Gran Vía, subir y bajar escaleras en Primark, el vencimiento del cansancio andariego refugiado en el VIP’s. Madrid ha muerto.
Y, sin embargo, mientras Froilán celebra su cumpleaños en El Doble de Ponzano, la ciudad mantiene sus constantes vitales en algunas periferias. Sobrevive el Ateneo Republicano en Vallecas, hay librerías bonitas (¡larga vida a Traficantes de Sueños!), se juega a la pelota en algunas plazas, están las Ginebras surgidas de la Complu y Alcala Norte cuyo La vida cañón es la verdadera canción del verano.
Podríamos añadir a Carolina Durante, las efímeras acampadas a favor de Palestina, los grupos de chicas y chicos que bailan por la calle, esa auténtica vida madrileña de bares para por la tarde que es imposible aniquilar del todo. En Olavide se sientan a tomar cafés infames los nómadas digitales pero resisten las ancianas con perro y algún hipster de los tiempos heroicos y también adolescentes que se ríen sentados en un banco.
Madrid está siendo bombardeada y toca, simplemente, ejercitar la supervivencia hasta que vengan tiempos mejores.
O largarnos muy lejos.
¿Qué nos retiene en esta maldita ciudad?
Quién sabe. Quizá esos crepúsculos dramáticos que conducen a un estado de emoción hipnótica. O el agua del grifo, de la que el madrileño alardea incansablemente. ¡No pasarán!
DANIEL SERRANO
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