‘Nido de piratas’: mitificación del periodismo cavernario

‘Nido de piratas’: mitificación del periodismo cavernario

El señor de gafas de la imagen superior es  Emilio Romero, nacido en 1917 en la abulense localidad de Arévalo, fallecido en Madrid un 12 de febrero de 2003 y (entre medias) director del diario Pueblo cuando Franco mandaba en España. Además de eso, durante la dictadura ostentó don Emilio cargos relevantes porque era muy franquista y, según asegura la Wikipedia, fue censor antes que dramaturgo. Por cierto, que el crítico de teatro de su periódico (Alfredo Marqueríe, con calle en Madrid) mientras tecleaba en la Olivetti crónicas laudatorias de las comedias o dramas escritos por su su jefe opinaba sobre dichas piezas si le le preguntaba al respecto: “Una puta mierda”. Lo cuenta Jesús Fernández Úbeda en Nido de piratas, alegre relato coral de lo que fue el diario Pueblo, mito para una facción de la clase periodística que o bien vivió los placeres de aquel popularísimo periódico o bien ejercita juvenilmente una nostalgia de cenas en el café Varela y gintónics con Pérez-Reverte (don Arturo).

Y el caso es que leyendo este libro (ameno y muy bien escrito) pocas razones hallo para añorar aquel tiempo cavernario.

A ver si me explico.

El periodismo no es un oficio exactamente honorable. Ejercemos la profesión en el filo de la navaja, allí donde nos dejan, y en vez de escribir las novelas o crónicas de guerra que soñábamos resulta que estamos lo mismo fumando a la puerta de un ministerio que en el funeral de Rocío Jurado o en la Pasarela Cibeles que ahora se llama Madrid Fashion Week.

Bien, vale, es lo que hay.

Sin embargo, una cosa es asumir las miserias que implica la realidad del periodismo actual y otra muy distinta añorar la cochambre franquista, un paisaje de ruina moral absolutamente abyecto . En Nido de piratas se repasa un anecdotario que incluye nepotismo, chantaje sexual, invención de crónicas (pero invención al 100%, nada de tomarse libertades literarias con un hecho acontecido y presenciado), hurto a viudas llorosas, trato denigrante al joven subordinado, bromas de vieja escuela con un ujier atado a la silla, timbas, whisky y pillaje.

Cierto es que algunas de las historias tienen gracia pero otras resultan ofensivas vistas con la sensibilidad de hoy en día. Y no se trata de hacer “presentismo”. Que hacer chistes de homosexuales o mujeres violadas fuera normal en los especiales de Íñigo de la televisión franquista no convierte ese humor en algo aceptable. Pues con algunas de las anécdotas de Nido de piratas pasa lo mismo y quien crea que es juzgar el pasado con ojos del presente pues ok, pero me da a mí la impresión de que prometer titulares y la gloria de las páginas de Pueblo a cambio de un polvo estaba mal entonces y está mal ahora.

En Nido de piratas hablan muchos de los que estuvieron en el diario Pueblo, y todos recuerdan aquella época con cariño. Al fin y al cabo hablan de los días de su mejor juventud. Y esos días (a pesar de los pesares) siempre son buenos.

Destacan las intervenciones del fotógrafo Raúl Cancio, entrañable y grandísimo profesional. Está la épica impostada de Pérez-Reverte (don Arturo), siempre en su particular pose. Aparece en las páginas de Nido de piratas, por supuesto, Raúl del Pozo, fabuloso escritor de periódicos. Y salen Yale y Tico Medina, claro. Se menciona poco, curiosamente, a Jesús Hermida. Sí que larga José María García sobre su paso por el diario, donde comenzó a ser Butanito. Y calla Amilibia, quien escribió quizá el mejor retrato de aquel tiempo en su biografía no autorizada Emilio Romero: el gallo del franquismo.

Muy interesante es el testimonio de las mujeres de aquel periódico de hombres: Julia Navarro y Rosa Villacastín.

Juan Luis Cebrián declinó ser entrevistado para el libro.

Hay muchas voces, en todo caso, pero nadie aporta una mirada crítica.

Porque no se trataba de eso.

Nido de piratas es una exaltación del periodismo canalla.

Discrepamos Jesús Fernández Úbeda y yo en que dicho periodismo pueda reivindicarse.

Sin embargo, dicho esto, leí Nido de víboras en cuatro tardes, devorándolo sin decoro, indignándome a ratos, riendo otras veces, disfrutando de la excelente prosa del autor y, qué caramba, aplaudiendo que alguien escriba sobre ese pasado sobre el comienza a cernirse una niebla de olvido, porque sus protagonistas se están yendo y, dentro de poco, quizá no tendrán quien les reivindique en un libro o durante una cena en el café Varela.

DANIEL SERRANO

 

 

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