Si hay que seguir el consejo que John Ford dejó para la historia en El hombre que mató a Liberty Valance (“print the legend!”), aceptaremos al alcalde Pedro Zaragoza como el hombre que inventó Benidorm cuando fue a ver a Franco en Vespa y se volvió con la aceptación del bikini. Aquel regidor tenía claro que su pueblo iba a hacerse rico con el turismo, pero ello acarreó (claro) que un bellísimo rincón del Mediterráneo se convirtiera en confluencia de rascacielos que cierta facción de urbanistas y arquitectos aplaude vehementemente pero, la verdad, no aceptamos que supere en belleza al paisaje original de lo que fue un enclave de pescadores.
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El caso es que a partir de los 50 y 60, con don Pedro Zaragoza como alcalde, se convirtió Benidorm en lugar que atraía a turismo nacional y extranjero. Turismo de masas, mucho sol y playas excelentes, todo a mano, ya se sabe.
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Luego está Benidorm como icono del turismo geriátrico, con los viajes del IMSERSO y el local donde durante años y años tocaba María Jesús el acordeón de Los pajaritos. En 2019 la artista decidió que ya estaba bien y se jubiló.
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Pese a los altísimos edificios de inspiración qatarí, Benidorm tiene algo vintage en su trazado, en su estilo, en sus colores. Supuso, admitámoslo, la democratización de las vacaciones en la playa. De ahí los edificios en altura frente al elitista diseño urbanístico de casas con jardín. Todavía cuenta con defensores acérrimos y entre las figuras relevantes que allí veranean se cuentan Belén Esteban y Nega (sí, el Los Chikos del Maíz).
Es verdad que Benidorm puede defenderse como destino turístico de la clase obrera frente a otras pretenciosidades (yo creo que lo de Nega va por ahí) pero, más allá de las postales con colores chillones de antaño, existe algo inquietante en esas torres que se asoman al mar, cerniendo sombras sobre el azul acuático.
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Benidorm condensa una cierta idea de España, territorio de fiesta, disipación, un Pachá abierto en 1977, la discoteca Piper, el festival de la canción ligera que en 1968 ganó Julio Iglesias con La vida sigue igual.
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Y enfrente, en el horizonte, una línea azul de Mediterráneo cuya belleza sigue preservada en ciertos momentos. Un atardecer (o, mejor, cuando amanece) puede convertirse en el instante ideal, una décima de segundo detenida en el tiempo, En el fondo, eso es lo que se busca al ir de vacaciones. Esa pausa inesperada, con la calma que da el cansancio de sol y el salitre en los labios, con la brisa aliviando el fuego.
O la felicidad infantil de jugar a la pelota.
Eso también vale.
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Benidorm no se acaba nunca.
DANIEL SERRANO
Imágenes: Getty y @benidorm_memories