En el verde oscuro de estos montes jónicos se esconde un pasado de violentas incursiones con ánimo invasor, cuando Bizancio cayó y estas rocas mediterráneas fueron disputadas durante siglos, e incluso Mussolini pretendió hacerse con ellas, fracasando en el intento.
Finalmente, Corfú es Grecia aunque se dibujan en sus perspectivas geometrías venecianas, una influencia persistente en sus palacios y jardines.
Viajamos (si es que merece la pena viajar) para hallar rastros de una geografía pretérita en un paisaje ajeno. Corfú (más allá del aplastante calor del mes de agosto) es un territorio propicio a acoger exilios. Aquí nació, en un destierro de noble arruinado, Felipe de Edimburgo, que residió durante su niñez en el palacio de Mon Ras, ahora un museo. Aquel Felipe de Edimburgo de infancia luminosa bajo los cipreses de Corfú llegó a rey consorte de Inglaterra como marido de Isabel II. Reino Unido y Corfú siempre mantuvieron una suerte de relación intelectual profunda y, si no, que lo pregunten a los Durrell, que vivieron y gozaron de este rincón del Mediterráneo.
Los Durrell (antes de ser una estupenda serie de televisión) constituyeron una familia culta, bohemia y muy británica que viajó por el exótico Mediterréaneo de la primera mitad del siglo XX. En Mi familia y otros animales dejó Gerald Durrell un retrato certero de su vida meridional. En la primera parte de su Trilogía mediterránea (La celda de Próspero) dejaría constancia Lawrence Durrell de lo que fue para él vivir en Corfú.
Corfú tiene veranos abrasadores que el azul del mar alivia y carreteras sinuosas y demasiados turistas, ese resulta el signo de los tiempos.
Pero cabe buscar el silencio, ese bien preciado que el visitante suele aniquilar, dándose al estrépito de las piscinas, las tiendas con souvenirs de plástico y los chiringuitos más infames.
¿Qué sentido tiene viajar si odiamos a los otros viajeros?
El ser humano son sus contradicciones.
Y las playas de Corfú, quizá a una hora tardía o temprana, pueden depararnos sublimes momentos de emoción. Pero hay que esforzarse. Ningún viaje nos ofrece emociones sin esfuerzo alguno.
Arde el Mediterráneo así que el viajero estival tiene que cultivar la paciencia y, quizás, comprar viejas postales de papel y leer libros antiguos donde se resuma en qué detalles reside la verdadera belleza de un lugar como Corfú.
Restablecer la calma, mirar el horizonte azul, pasear por las calles de la capital de la isla (llamada también Corfú) y disfrutar de los rastros de una viejísima cultura insular, orgullosamente mediterránea.
Viajar a Corfú en verano es una locura pero así somos, y además existe la posibilidad de encontrar nuestro rincón en la isla, una silla de enea desde la que se contemple el mar, y dejar pasar las horas, a la sombra de algún árbol milenario. Quién sabe.
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