Razones para venerar a San Pedro Almodóvar

Razones para venerar a San Pedro Almodóvar

Íbamos a la sesión golfa de los Alphaville y luego abrevábamos en La Vía Láctea cuando la Vía Láctea era silencio porque los de la Movida se habían largado y todavía no se había producido el desembarco de los nuevos modernos que repoblarían Malasaña. Mediados de los 90 del pretérito siglo XX. La planta superior de La Vía Láctea estaba empapelada con recortes de viejas revistas del corazón y mientras te tomabas la copa lo mismo podias mirar un posado de una Lola Flores yeyé entre cardos borriqueros que a Julio Iglesias recién aterrizado en Miami.

Íbamos Vallejo, Juan y yo a ver Pepi, Luci, Bom o Entre tinieblas o Laberinto de pasiones. También recuerdo cuando acudimos el día del mismísimo estreno a pasmarnos con Átame en un cine de la Gran Vía. Salir de las películas de Almodóvar era como haber inyectado en vena un potentísimo estimulante y buscábamos después el mapa de la ciudad subterránea que nos condujese a esa fiesta con boleros que el director manchego componía en cada pieza.

Más tarde me distancié de Almodóvar y cultivé un desdén estetizante, fumando en la cafetería de la facultad mientras disertaba sobre la adrelanínica violencia de Oliver Stone en Asesinos natos. Olvidé (alguna vez) acudir a mi cita con el manchego que vino del frío y no dudé en hacerme el joven tildándole de decadente, pero no olvidemos que yo era joven entonces y a los jóvenes les gusta presumir de su juventud, que es lo más precioso que poseen. Que la vida iba en serio etcétera. El paso del tiempo atempera, supongo, la estupidez y un día, viendo La2, estaban poniendo Los amantes pasajeros, una de las más denostadas comedias almodovarianas. Y me cautivó. Volví a Pedro Almodovar y el propio director explicó, tras el pase de la película, las claves de ese título con el que un señor mayor pretendía regresar a las fiestas perdidas de sus años dorados. Y, de algún modo, regresaba con McNamara al Rock-Ola (o al Agapo) en ese avión en cuyo interior se ejecutaban coreografías delirantes.

Creo que no hay director más joven que Pedro Almodóvar. Revisando su filmografía (disponible ahora en Netflix) puede comprobarse que casi todos sus títulos, hasta los más imperfectos, contienen una potencia fílmica inmensa, por mucho que hayan pasado los años. Resulta fascinante, sobre todo, el modo en que continúa introduciendo en su manera de rodar, en sus guiones, en la elección de quien interpreta sus películas, algo del underground en el que se inició. Ese amiguete que hace una aparición fugaz (actuando endemoniandamente mal), esa pedorreta en forma de broma fuera de lugar, ese kitch tan suyo. Y luego , por encima de todo, la mirada almodovariana, su talento para pintar de colores la realidad, el modo en que pasa de la risa al llanto. La capacidad para emocionar desde lugares inverosímiles.

Dolor y gloria es una obra maestra de difícil explicación. Contiene una poesía absolutamente prodigiosa. La crisis de la edad madura como fin de trayecto y la infancia como imposible destino de retorno.

Este fin de semana acometeré la gozosa tarea de degustar en Netflix esas Madres paralelas que en el extranjero celebran como obra de mérito y aquí han provocado un estruendoso silencio. Puede que, como me ha sucedido otras veces con Almodóvar, la película no me convenza. Y, sin embargo, sé que quiero que jamás deje Almodóvar de rodar y que sus películas sean infinitas.. Y pido, de paso, que vuelvan las sesiones golfas a los Alphaville, e incluso que reabran aquel bar con graderío donde tomábamos la primera copa antes de lanzarnos a conquistar la noche madrileña  y un poco antes de darnos cuenta de que se nos había hecho tardísimo. Demasiado tarde. Sea como sea. Almodóvar por siempre. Brindemos por eso.

DANIEL SERRANO

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